sábado, 21 de enero de 2012

LA MUCHACHA DE LOS OJOS TRISTES: UN RELATO NEGRO PROTAGONIZADO POR "GOIKO"

Como anticipo y aperitivo de mi próxima novela, “La luz muerta”, que se publicará en un par de meses, más o menos, y está protagonizada por Goiko, el ertzaina en excedencia metido a detective que protagonizó “Pájaros sin alas”, os ofrezco un relato que se situaría, cronológicamente, entre ambas novelas. Confío en que os guste, aunque en un relato corto no se puede desbrozar en su totalidad la personalidad del protagonista, para eso tendréis que leer “Pájaros sin alas” y, en cuanto esté en la calle, “La luz muerta”. Y no es publicidad indirecta, nada de eso. Es publicidad superdirecta.


            Tenía unos hermosos ojos azules que asemejaban pozos sin fondo, de los que emanaba una profunda tristeza y melancolía. Podría ser mejor descrita, con su liso pelo rubio cayendo en media melena sobre sus hombros, su aire eslavo, en el supuesto de que eso signifique algo para todos los que nunca hemos leído a Dostoievski, sus pechos pequeños pero firmes, sus dedos finos y alargados con las uñas pintadas de un rojo intenso, rojo pasión creo que lo llaman en los folletos publicitarios, y sus piernas largas y esbeltas, pero lo que de verdad observaba uno a primera vista cuando la contemplaba eran sus ojos, sus tristes y hermosos ojos.
            No me sentía raro ni impertinente al mirarla, ya que ésa era la actitud de la totalidad de los clientes varones, y de gran parte de las mujeres, que deambulábamos por la tercera planta (lencería, boutique, accesorios, marroquinería, etc.) de aquellos grandes almacenes, pero mi mirada, tal vez de modo inconsciente, se fijó en algo más que para el resto de la gente pasó desapercibido. Sus ojos no eran la única característica singular en la que pude reparar. Alrededor de ella, a prudente distancia, un hombre la vigilaba, de un modo tan discreto y eficaz que debía tratarse de un profesional. Y curiosamente no me era del todo desconocido. Hurgué en mi memoria aunque sin éxito alguno, lo único que saqué en claro es que el tipo aquel, al contrario que la joven a la que vigilaba, no tenía rasgos eslavos sino que parecía un aborigen de pura cepa. Durante unos instantes tuve la sensación de que estaba a punto de aparecer ante mí, repentinamente, un nombre o un lugar, pero dicha sensación se vio claramente defraudada. Pese a que sentí un ligero desasosiego ante ese vacío que se había originado en mi mente decidí olvidarme del tema. Al fin y al cabo no era asunto mío, así que aparté de mis pensamientos tanto a la muchacha como a su sombra y me dirigí a la sección de caballeros, a la busca y captura de una americana que me sentara bien y no fuese excesivamente cara.
            Media hora más tarde y dos plantas más abajo volví a encontrarme con la muchacha y sus tristes ojos. Ya había acabado de realizar todas las compras que tenía previstas y no tenía ninguna cosa especial que hacer, así que opté por seguir las evoluciones de la muchacha, llegando a la conclusión de que era una ladrona. O quizás fuera más caritativo y ajustado a los hechos catalogarla como cleptómana, por usar un término médico más o menos exculpatorio. Esa fue mi primera sorpresa. La segunda fue que su discreto acompañante continuó siendo totalmente discreto. Al principio pensé que tal vez la muchacha fuera una vieja conocida de los grandes almacenes y su sombra un agente de seguridad de la empresa que la había reconocido y estaba al acecho, pero pronto me percaté de mi error. El sigiloso acompañante no se inmutaba cada vez que veía a la joven coger algo sin pasar previamente por caja.

            Debo llevar algo en los genes que me impulsa a meter las narices donde no me llaman, por eso cuando volví a observar cómo la muchacha se guardaba en el bolso una pulsera de bisutería que tenía todo el aspecto de ser francamente barata me acerqué a ella con la doble intención de evitar que consumara un nuevo latrocinio y ver cómo reaccionaba ante mi interpelación el extraño vigilante, ya que seguía pensando que le conocía y el no recordarle me estaba causando una pequeña frustración, sobre todo si se tiene en cuenta que, por mi profesión, yo estaba entrenado para reconocer caras y nombres. A veces esos detalles te pueden evitar apuros desagradables.
            Suavemente puse mi mano derecha sobre la de la chica mientras le decía perdone, señorita, pero creo que por error se ha guardado algo que no es suyo. En realidad creo que sólo llegué a decir lo de perdone, señorita, porque de repente noté cómo algo punzante me penetraba por las costillas. Luego se me nubló la vista y caí al suelo. Mi último recuerdo, aunque entre neblinas, tiene relación con los chillidos de la gente.
            Me desperté en lo que parecía ser, como de hecho lo era, la habitación de un hospital. A mi izquierda se encontraba un anciano decrépito con aspecto de ser un cadáver al que ni los enterradores se habían atrevido a manipular, pero yo tampoco podía presumir de encontrarme en mi mejor momento. Tenía todo el pecho vendado y cuando me movía sentía unos terribles dolores, aunque bien mirado, como dice el refrán, el que no se consuela es porque no quiere, eso me confirmó que, de momento, seguía vivo. Junto a la cabecera de mi cama había varios botones. Los manipulé todos y al de pocos instantes una enfermera entraba en la habitación.
            --Así que ya se ha despertado. Estupendo --me dijo sonriente.
            No me sentía nada estupendo, pero no la repliqué como me apetecía porque supuse que, en el fondo, estaba intentando darme ánimos, así que pese al dolor que sentía cuando hablaba conseguí articular dos palabras seguidas.
            --¿Dónde estoy? --pregunté. Siempre me había reído cuando en una película o novela el personaje que se había quedado inconsciente hacía esa pregunta al despertarse, pero en ese momento comprendí que por tópica que fuese era totalmente necesaria. Lo más urgente en ese tipo de situaciones es poder ubicarse. Luego añadí--: ¿Desde cuándo estoy aquí?, ¿qué es lo que ha ocurrido?
            --Está usted en el Hospital de Basurto. Le ingresaron hará unas cuarenta y ocho horas y lo que ha ocurrido es que está vivo de milagro. Le hirieron con un arma blanca y si hubiera penetrado unos milímetros más se habría despertado dentro de un féretro, pero ha tenido suerte dentro de la desgracia. Posiblemente en unos pocos días podremos darle el alta. Ahora, si no le importa y no tiene más preguntas que hacer, voy a llamar al médico para que le examine la herida.
            El médico me confirmó lo adelantado por la enfermera así como sus buenos augurios, preguntándome antes de abandonar la habitación si me encontraba con fuerzas suficientes como para hablar con la Ertzaintza ya que tenía órdenes de avisar, en cuanto me recuperara, a un oficial que deseaba charlar conmigo. Le dije que no tenía ningún inconveniente e introdujo en mi habitación al mencionado oficial.

            --Desde luego, Goiko, eres incapaz de darme una alegría, tendrías que apuntarte al programa ese de “Supervivientes”, porque no hay manera de acabar de una puta vez contigo, y mira que has estado cerca en esta ocasión.
            Eneko Gorizelaia tenía un extraño sentido del humor, pero desde que nos conocimos en la Academia de la Ertzaintza nos habíamos hecho íntimos y en más de una ocasión, sobre todo cuando anduve caído en desgracia por una falsa acusación de pertenecer a una red de pederastas, me había demostrado su amistad, ése fue el motivo de que no le mandara a tomar por culo.
            --No me hagas reír que me duele todo el cuerpo --le dije. Y luego, en un tono más arisco, le pregunté qué cojones hacía en el hospital.
            --He venido a pedir tu certificado de defunción, pero desgraciadamente me han dicho que aún no estaba preparado, así que me he quedado con las ganas. Hay que jodeese con el señorito Goikoetxea, lo primero que se le ocurre preguntar es qué hago aquí, a su lado, en lugar de estar en mi casa, con la mujer y las niñas, disfrutando de la calidez del hogar. Pues muy bien, capullo, te voy a responder. Lo primero de todo, quiero saber cómo te encuentras, en el fondo me da igual, pero ya sabes cómo es Isabel, por algún motivo que no acabo de explicarme te tiene afecto --Isabel era su mujer.
            --Pues, como se suele decir, jodido pero contento. Aún estoy dolorido, pero el médico me ha dicho que en pocos días podré estar en la calle.
            --Me alegro, Goiko, me alegro de verdad. De que vayas a ponerte bien, no de que en pocos días estés en la calle --se obligó a puntualizar--. Y ahora dime en qué lío te has metido esta vez.
            No hizo caso a mis protestas acerca de que no me había metido en ningún lío sino que había intentado cumplir con un deber cívico, así que no me quedó más remedio que contarle con pelos y señales todo lo que había ocurrido, si bien omitiendo la existencia del vigilante de la joven. No tenía ningún motivo para ocultárselo, supongo que lo hice porque desde que pedí la excedencia en la Ertzaintza y me instalé por mi cuenta había empezado a desarrollar un elevado sentido de la discreción.
            --¿No viste en ningún momento a nadie que rondara alrededor de la chica?
            --No --volví a mentirle, en esta ocasión de palabra, no de omisión, intrigado por el motivo de que me hiciera esa pregunta, aunque procurando que no se me notara excesivamente--. ¿Por qué me lo preguntas, tenía que haber visto a alguien?
            --Luego te lo explicaré. ¿Por qué te acercaste hasta donde estaba la chica?
            --Coño, Eneko, mira que puedes ser obtuso cuando te lo propones, ya te he respondido a eso. Observé cómo estaba sustrayendo varios objetos de un mostrador y como no me parecía que fuera una ladrona sino, tal vez, una mujer que necesitaba ayuda psicológica, decidí hablar con ella para que los devolviera y evitarle el bochorno de que la detuvieran los propios guardias de seguridad del local.
            --Sí, siempre has sido un tío generoso y considerado --su tono irónico parecía desmentir sus palabras, pero lo pasé por alto, ya que en esos momentos sí que me estaba portando de un modo generoso y considerado-- ¿La conocías anteriormente de algo?
            --No, era la primera vez que la veía en mi vida, pero me causó una profunda impresión. Ése era el motivo de que la estuviera observando.
            --Mira, Goiko, creo que ha llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa. ¿Tu encuentro con esa chica tiene que ver con tu actual trabajo como detective, acaso ibas detrás de ella cumpliendo con algún encargo?
            --Para nada, Eneko, para nada, era la primera vez que la veía en mi vida. Sé que en muchas ocasiones te he dado motivos más que suficientes para que desconfiaras de mí, pero en estos momentos te estoy diciendo la verdad, tienes que creerme.
            --O sea, que tu encontronazo con esa joven fue casual.
            --En efecto, ya te lo he dicho.
            --Pues en ese caso sólo puedo decir que eres un tipo con muy mala suerte, Goiko, pero te creo. Sí, ya sé que corro un riesgo muy grande al creerte, pero pienso que no me estás mintiendo. Estás tan poco acostumbrado a hacerlo que cuando dices la verdad tú mismo te delatas.
            --¡Muy listo, Eneko, muy listo! --le contesté al ver que por primera vez desde que había entrado en la habitación sonreía--, por algo fuiste el número uno de nuestra promoción.
            --Podrías haberlo sido tú si no te tomaras las cosas con tanta ligereza. En fin, así que te ratificas en tu idea de que en esos momentos no se encontraba en el lugar de los hechos ningún hombre especialmente interesado en ella. ¿Estás completamente seguro?
            --Claro que lo estoy, Eneko, en caso contrario te lo habría dicho. De todos modos me extraña tu insistencia, ¿podrías explicarme por qué has mencionado por dos veces a un hombre que rondaba junto a la chica?
            --Podría hacerlo pero, si he de serte sincero, no me apetece demasiado. Estoy harto del típico jueguecito en el que tú me niegas todo tipo de información y yo, sin embargo, debo contarte todo lo que sé. No veo la reciprocidad por ninguna parte.
            --Coño, Eneko, eso no es cierto, lo que dices no es justo, en más de una ocasión he colaborado contigo y te he ayudado a resolver un caso.
            A Eneko Goirizelaia no le quedó más remedio que darme la razón, así que rectificó sus palabras, pero ese hermoso gesto no le sirvió para nada porque seguí ocultándole la presencia de aquel extraño hombre. No lo hice por joderle, pero el ataque que había sufrido se había convertido en una cuestión personal y aunque sé que es un error mezclar las actividades profesionales con los sentimientos personales, sobre todo cuando uno ha sido policía y trabaja como detective, había tomado la firme decisión de llegar en persona hasta el fondo de los hechos. Además, en una cosa mi amigo sí que estaba equivocado. Yo en ningún momento había participado en una investigación sobre la muchacha o que me hubiera conducido hasta ella. De todos modos me limité a repetirle a Eneko que le había dicho ya todo lo que podía decirle.
            --Además --añadí con un fingido tono lastimero que no le engañó en absoluto--, recuerda que en este caso yo he sido la víctima, no el culpable.

            --En cierto modo tienes razón, aunque sigo pensando que me ocultas algo --me contestó más tranquilo--. Pero por otro lado entiendo que estés interesado en el asunto, así que te contaré lo que sabemos hasta ahora.
            Eneko Goirizelaia era un buen narrador y en muy poco tiempo me puso al corriente de todo. Parte de su relato lo conocía de primera mano porque, obviamente, lo había vivido en persona y otra parte era intrascendente, pero obtuve un dato totalmente esclarecedor. Según me explicó Eneko, cuando la muchacha introdujo lo que según los testigos presenciales parecía ser una daga (la gente ha visto muchas películas, añadió en un inciso) por mis costillas, un hombre al que los citados testigos describieron como grueso, moreno y bien trajeado, el hombre que yo había sido incapaz de identificar, se acercó a la chica y exhibiendo una placa en la que aparecía dibujado el escudo de Euskadi, la agarró del brazo para llevársela consigo mientras gritaba a todo el mundo esténse quietos, soy ertzaina. Por supuesto, me aseguró Eneko, ese tipo no era ertzaina.
            No, no era ertzaina aunque a veces se hacía pasar por tal, y en épocas anteriores se había hecho pasar por policía nacional o guardia civil, pensé al recordar súbitamente de quién se trataba. El detalle de fingirse ertzaina fue el interruptor que encendió la luz de mi memoria. Juan José Cortés Alonso, alias Juanito el Gordo, delincuente habitual, guardaespaldas ocasional de empresarios y artistas y confidente policial aficionado a hacerse pasar por policía. Estaba completamente seguro de que se trataba de él, no me cabía la menor duda, pero esa creencia no contribuyó a aumentar los conocimientos de mi amigo Eneko. Era ése un asunto que yo no había buscado, pero que había surgido en mi camino eligiéndome como víctima propiciatoria, así que no lo iba a dejar de lado. Quizás sea un tanto picajoso, pero detesto que me agujereen la piel sin motivo --ni con motivo tampoco, para qué negarlo-- de modo que decidí investigar por mi cuenta y riesgo lo sucedido.
            Como primera medida contacté con Ander González, un oficial de la Ertzaintza compañero y amigo de Eneko con el que había colaborado en más de una ocasión y que si no recordaba mal era quien controlaba las actividades como confidente de Juanito el Gordo. Aunque en general los policías no suelen ser proclives a compartir sus fuentes de información González y yo nos llevábamos bastante bien y me debía un par de favores, por lo que confiaba en que estuviera dispuesto a colaborar. Quedamos en una cafetería de Indautxu y nos tomamos un par de cervezas juntos mientras hablábamos de nimiedades, hasta que finalmente me hizo la pregunta que yo estaba esperando.
            --¿Para qué necesitas ver al Gordo?
            --Asuntos de trabajo, ya te lo puedes imaginar. Nada importante, pero confidencial, ya sabes, lo del cliente y el detective, es como el secreto de confesión.
            --No me vaciles, Goiko, esta vez no. Además, no podría decirte nada porque le hemos perdido la pista.
            --¿Que le habéis perdido la pista? ¿Hablamos del mismo Juanito o del gran Houdini, el mago del escapismo?
            --Joder, Goiko, ya te lo he dicho. Hace meses que no sabemos nada de él, y nos preocupa, un tío como el Gordo no desaparece así como así, tiene que estar metido en algo más gordo que su propio apodo, de ahí que me intrigara tanto tu petición.
            “De ahí que me intrigara tanto tu petición”. González, cuando quería, sabía expresarse. Y aunque su forma de hablar pareciera educada y entre los dos hubiera cierta sintonía y amistad, sus endurecidos ojos me indicaron que esperaba una respuesta por mi parte.
            --En realidad sé tan poco como tú. Hace un par de días recibí una llamada anónima y una voz que no identifiqué porque estaba distorsionada, ni siquiera sé si se trataba de un hombre o una mujer, me dijo que investigara al Gordo porque estaba implicado en la agresión que recibí. Y después de decirme esto cortó la comunicación sin permitirme que le hiciera ninguna pregunta, por eso he recurrido a ti.
            --Goiko, por lo que más quieras, no me tomes el pelo, el truco ese de la llamada anónima está más que trillado, hombre, que no estás hablando con ningún novato.
            --Lo sé --respondí--, pero es lo que hay, lo siento. Prometo teneros informados si descubro algo que os pueda interesar, pero de momento no puedo decirte más.
            González no era ningún novato, en efecto, pero sabía que yo tampoco y que siempre que había podido había colaborado lealmente con él y con Eneko, así que se limitó a decirme que sacara una nueva ronda de cervezas y a desearme suerte cuando, tras beberse la suya, se despidió. No necesitó hacerme ninguna advertencia, los dos conocíamos perfectamente el juego en el que estábamos metidos y sabíamos que hacernos trampas mutuamente no era conveniente para ninguno de nosotros.
            Dos días después me llamó el propio González. No sé si me había mentido durante nuestra anterior conversación o efectivamente, como me dijo, acababa de enterarse hacía pocas horas, ya que era mucho mejor jugador de mus y póquer que yo, el caso es que me proporcionó los datos que le había solicitado. El Gordo tenía un nuevo domicilio y una nueva identidad. Ahora se llamaba Jorge Juan Calvo Garay. No era del todo tonto Juanito, dentro de sus limitaciones. Mismas iniciales y uno de los dos nombres de pila idéntico, para no confundirse en situaciones posiblemente comprometidas. No, no era del todo tonto aunque sí mediocre. Alguien verdaderamente inteligente y capaz habría cambiado radicalmente su nombre e iniciales, ya que estaría seguro de que no iba a confundirse nunca. Sólo quienes no poseen esa confianza en sí mismos deben recurrir a trucos chapuceros aunque efectivos. Mejor eso que nada, por otra parte.
            De todos modos quizás no debiera cargar las tintas en la crítica contra Juanito ya que no puedo afirmar que yo mismo iniciara con muy buen pie el asunto, si bien en mi descargo puedo alegar un par de cosas: que hasta ese momento siempre que había tenido tratos con el Gordo no me había creado ningún problema y que, puesto que todo el asunto había surgido por pura casualidad, no era lógico que estuviese receloso. Me equivoqué al no valorar adecuadamente cómo podía reaccionar un chorizo como él ante lo que era, sin lugar a dudas, una situación inusual. Son cosas que pasan, qué se le va a hacer.
            La verdad es que una vez que hube averiguado su domicilio fui muy confiado hacia allí, como si fuera un vendedor de enciclopedias en época de ofertas o un predicador mormón convencido de que puede salvar tu alma.
            --¿Quién es? --preguntó al oír llamar a la puerta la aguardentosa voz de Juanito el Gordo.
            --Juanito, soy Mikel Goikoetxea, ya lo sabes, Goiko. Tenemos que hablar.
            --No conozco a nadie con ese nombre.
            --Déjate de chorradas y ábreme la puerta. Quizás Jorge Juan Calvo no me conozca pero Juan José Cortés seguro que sí. ¿Por qué no se lo preguntas?
            --De acuerdo, abriré.
            El Gordo era hombre de palabra así que cumplió lo prometido y abrió la puerta. Lo malo era que no se limitó a eso. Con una agilidad insospechada en quien pesaba ciento treinta kilos, gramo más gramo menos, sacó del bolsillo trasero de su pantalón una porra como la que usan los antidisturbios. El primer golpe lo recibí en los huevos. El segundo en la cabeza, pero de ése ni me enteré.
            Como buen profesional que era, Juanito el Gordo sabía que el método más eficaz para despertar a alguien es arrojarle un cubo de agua bien fría a la cabeza y ni corto ni perezoso decidió llevarlo a la práctica. He admitido que es el método más efectivo, pero no, por desgracia, el más cómodo ni agradable. Además de apaleado, humedecido, pensé. Cuando conseguí escupir los restos del agua que me había entrado por la boca le observé fijamente. Si las miradas mataran Juanito hubiera caído fulminado al instante, pero por más que entorné los ojos como un oriental no le produje ni el más pequeño rasguño. Además, era incapaz de moverme. El dolor me lo impedía. Juanito lo sabía y por eso no había necesitado amordazarme o atarme. Estaba de pie frente a mí, con la porra en su mano izquierda y una escopeta de cañones recortados en la derecha. Ése era mi Juanito. Nada de mariconerías como las Beretta o las Smith & Wesson. Para él, donde estuviera una buena escopeta a la que previamente se le hubieran serrado los cañones, que se quitara todo lo demás. Y sabía manejarla, puedo dar fe de ello.
            --Es un honor recibir su visita en mi humilde morada, oficial. Lamento el desorden que quizás esté observando, pero no había sido avisado de que tan ilustre personaje se iba a dignar a visitarme en mi humilde morada.
            --Déjate de coñas, Juanito --respondí entre jadeos--. Además, ya no soy ertzaina, así que puedes apearme el tratamiento. Esa actitud violenta era totalmente innecesaria, lo único que deseo es hablar contigo. Y te aviso: no voy a tener en cuenta tu acción, por esta vez la pasaré por alto, pero ten mucho cuidado. Si las cosas se ponen feas tú tienes todas las de perder. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
            --¿Me está amenazando, señor Goikoetxea?
            --Te estoy ofreciendo una tregua. Si la rechazas tendrás que atenerte a las consecuencias.
            --Lo dice como si no me quedara otra salida que acceder a sus deseos.
            --¿Vamos a alargar mucho los preliminares? Decídete, o accedes a hablar conmigo, aquí y ahora, o acabarás hablando en una comisaría, y no esperes que en este último caso te traten con la delicadeza y comprensión con la que yo puedo tratarte.
            --Se olvida de que tengo una tercera opción, señor Goikoetxea.
            --¿Cuál?
            --Matarle.
            --No digas estupideces. ¿Sabes cuánto durarías en ese caso? ¿Acaso eres tan tonto como para pensar que si matas a un ex ertzaina, con muchos amigos y contactos en el cuerpo, puede salirte gratis la gracia? Ya no eres un niño, Juanito, así que déjate de chiquilladas y hablemos en serio. Cuéntame todo lo que sepas.
            --¿Sobre qué?
            --Pero bueno, Juanito, por lo que estoy comprobando te has propuesto hacerme perder la paciencia. Sobre qué cojones va a ser, desde luego sobre la última jornada liguera está claro que no. Además tú no tienes ni puñetera idea de fútbol. Así que deja de hacerte el tonto, aunque lo seas. Como tú muy bien sabes, no hace muchos días que una joven me hirió en unos grandes almacenes de Bilbao, no matándome por milímetros. Tú estabas con ella, así que supongo que podrás decirme algo al respecto.
            --Siéntese, Goiko --al oír esto me percaté de que toda la conversación se había desarrollado mientras aún permanecía tendido en el suelo. Y el hecho de que utilizara mi apodo me indicó que por fin estaba dispuesto a ser razonable--. Quizás no me crea, pero es muy poco lo que le puedo contar. Hará cosa de unos tres meses un hombre que hablaba español con acento extranjero se puso en contacto conmigo y me contrató como acompañante y guardaespaldas de una joven que estaba bajo su tutela. Por lo que me comentó, la mujer a la que debía acompañar sin que ella lo percibiera era cleptómana. Yo debía estar cerca de ella y solucionar los problemas que se plantearan.
            --Como el del otro día.
            --No exactamente. Lo del otro día fue algo excepcional, fuera de lo corriente. No había sucedido nunca, por eso reaccioné como lo hice. Fue tan sólo mala suerte que usted, justamente usted, estuviera implicado, puede creerme. Hasta ese momento nunca la había visto actuar violentamente. Por lo general, cuando robaba algo yo solía solventar la situación hablando con el encargado y pagando lo sustraído.
            Esto último era una completa y absoluta mentira. Durante el rato que les estuve observando aquel día en ningún momento abonó Juanito el importe de lo hurtado por la joven. Aunque posiblemente le decía a su jefe que sí lo había hecho y se embolsaba el dinero, eso encajaría como un guante con su modo de actuar. A pesar de ese convencimiento me abstuve de realizar ningún comentario. No conviene cabrear más de la cuenta a alguien que te está apuntando con una recortada, ni siquiera aunque estés convencido de que, en contra de lo que indican las apariencias, tú tienes la sartén por el mango. Por si acaso.
            --Te creo --mentí--, pero necesito más información. Quiero saber quién es esa mujer y cómo puedo ponerme en contacto con ella. Espero que comprendas mi interés.
            --Por supuesto, señor Goikoetxea, y créame si le digo que simpatizo con usted. No puede ser nada agradable que le agujereen a uno la piel, por eso estoy dispuesto a ayudarle en lo que haga falta, pero antes me gustaría llegar a un acuerdo, creo que es lo justo. Yo le hago a usted un favor y usted, en justa correspondencia, me hace un favor a mí. Creo que es lo que llaman un "quid pro quo".
            Lo que me faltaba por ver en la vida, un tiparraco como Juanito el Gordo hablándome en latín. Y es que ya lo decía un profesor que tuve en los escolapios, "vanitas vanitatis et omnia vanitas".
            --¿De qué favor me estás hablando? ¿Cuál sería el trato?
            --Verá, soy consciente de que esta escopeta no significa nada y que estoy en sus manos, pero usted también me necesita a mí si quiere llegar hasta el fondo del asunto. En términos estrictamente deportivos podríamos decir que estamos empatados. Como ve, sí que entiendo algo de fútbol. Además, aunque usted no lo sepa, este asunto también me ha perjudicado a mí. Una de las condiciones que me impuso el señor Álvarez --ése es el nombre que me dio aunque me imagino que es falso-- fue la de que la muchacha no supiera nunca que estaba siendo vigilada y protegida. Como usted comprenderá, después de lo ocurrido el otro día estoy fuera de juego. Se me acabó el contrato y puede estar usted seguro de que era un trabajo fácil y muy bien remunerado.
            --Te acompaño en el sentimiento, pero no sé qué puedo hacer por ti, salvo aconsejarte que vayas a llorar a la oficina de empleo más próxima para ver si tienen algún trabajo que se adecue a tus condiciones.
            --Se me ha ocurrido una idea de la que los dos podríamos salir beneficiados.
            --No sé por qué, pero me da en la nariz que no me va a gustar nada tu idea.
            --Escúcheme primero y luego juzgue. Es muy sencillo, para resumir podríamos establecer que lo que usted pretende es contactar con la chica y a mí, en cambio, lo que me interesa es el dinero. No se trata de avaricia, pero cuando uno ha sido pobre toda su puta vida valora en su justa medida lo que los burgueses denominan despectivamente vil metal.
            --Al grano, Juanito, no he venido aquí para que un chorizo como tú me dé lecciones de Sociología ni de praxis revolucionaria.
            --De acuerdo, jefe, como usted mande. A lo que quería llegar es a dejar bien claro que ambos deseos, el suyo y el mío, no son incompatibles. Ya sé que cuando le explique mi idea va a decirme que se trata de un chantaje, como ve se lo prevengo lealmente, pero estaría equivocado si piensa eso en serio. Nada más lejos de mi intención, lo único que deseo es obtener una indemnización por despido, como lo exigen y proclaman las leyes laborales del país. Sólo que al no tener contrato laboral ni alta en la Seguridad Social, debido a la discreción de mi trabajo, tendría que meterme en pleitos judiciales posiblemente largos y costosos, así que no veo ningún mal en agilizar las cosas por mi cuenta, descargando de un gasto al erario público y sin necesidad de molestar a los jueces, que tienen cosas más importantes de qué ocuparse.
            --Sí, de delincuentes como tú, por ejemplo. Vamos, olvídate de esa verborrea que tanto te gusta y explícame lo del chantaje.
            --Bueno, llámelo chantaje si prefiere dramatizar, por mí no hay inconveniente, nunca he sido susceptible. El plan es el siguiente. Se trata de que hable usted por teléfono con el señor Álvarez y le explique quién es y por qué le ha llamado. Supongo que comprenderá que es perfectamente razonable que usted le exija, como perjudicado que ha sido en una acción criminal, una indemnización de cien mil euros, no es una cantidad excesiva, ¿no cree?, por olvidarse del asunto. Una vez concertado el modo de realizar el pago de dicha cantidad y entregada la misma yo me quedo con el dinero y usted actúa como lo estime conveniente. De todos modos, señor Goikoetxea, si usted también quiere sacar tajada podríamos pedir doscientos mil euros en lugar de cien mil. Me parecería justo.
            El sentido de la justicia de Juanito el Gordo no dejaba de ser peculiar, sobre todo al considerar que mis lesiones podían valorarse en cien mil euros. No estaba tan mal, la mayor parte de la gente que conozco nunca hubiera dado la milésima parte de esa cantidad por todo mi cuerpo en perfectas condiciones. Quizás cuando acabara todo este asunto debiera ofrecerle que fuera mi representante. El plan era una absurda locura, hacía agua por todas partes. Suponía chantajear a alguien a quien ni siquiera conocía e incluso, aunque no fuera ésa mi intención, al seguirle el juego a Juanito, es más, al acompañarle en una acción claramente delictiva, corría el riesgo de ponerme en sus manos. Estaba claro que tanto por razones morales como prácticas y legales debía rechazar el sorprendente ofrecimiento. Quizás por eso lo acepté.
            Hablé por teléfono con el señor Álvarez o, mejor dicho, con un representante suyo. No hubo ninguna duda por parte de mi interlocutor. Todas las condiciones que puse fueron aceptadas sin titubear, así que al día siguiente montamos Juanito y yo en su desvencijada DKW y nos dirigimos al lugar del intercambio.
            --Para que vea que no hay trampa ni cartón, conduciré yo --me dijo el Gordo-- y así usted tendrá las manos libres.
            Me pareció bien y ocupé el asiento del copiloto, después de limpiarlo convenientemente de los restos de comida y revistas eróticas que reposaban sobre él. Arrancamos y al cabo de un rato me relajé. No debiera haberlo hecho, nunca me perdonaré lo suficiente el haber subestimado a mi socio, pero lo hice y pagué --pagamos los dos, posiblemente-- las consecuencias. El cuerpo de Juanito hacía honor a su sobrenombre, pero eso no le impedía ser sorprendentemente ágil, mucho más que yo, que no fui lo suficientemente hábil para apartar mi cabeza cuando la porra con la que ya me había obsequiado anteriormente decidió aterrizar por segunda vez en mi cráneo.
            Me desperté dentro de una zanja con un millón de taladradoras perforando mi cabeza, pero comprobé con alegría que seguía vivo. Era la única satisfacción a la que podía agarrarme. Estaba oscureciendo y desconocía en qué lugar me encontraba. Intenté hacer autostop, pero los conductores, con muy buen criterio, pasaban de largo. El aspecto que seguramente presentaba en esos momentos, con la expresión ida, la ropa arrugada y la sangre seca surcando mi cara no eran, para qué negarlo, el mejor reclamo publicitario. Por fin un camionero con buen corazón y un cuerpo que le impedía tener miedo de cualquier viandante susceptible de ser recogido en la carretera, se apiadó de mí y me permitió refugiarme en la cabina.
            --Da la impresión de que le haya pasado una apisonadora por encima --comentó con tono alegre. No estaba yo para bromas ni para dar mucha conversación, pero comprendía que me sentía obligado con ese hombre, así que le seguí la corriente y le comenté que unos cuantos tipos me habían atacado para robarme.
            --Algo así pensé al verle --me respondió muy ufano de su perspicacia--. No es usted la primera persona a la que tengo que socorrer, y es que cada día están peor las cosas, no hay más que delincuencia por las calles. No sé qué coño hace el gobierno, es que es la leche, si yo fuera ministro iban a andar los chorizos tan tranquilos por las calles, mano dura es lo que hace falta, sí señor, se lo digo yo, mucha más mano dura es lo que hace falta --dijo con esa sabiduría innata de quienes, afortunadamente, jamás tendrán responsabilidades policiales o judiciales--. Y es que no ganamos para sustos, las cosas como son. Mire usted, sin ir más lejos, hará tan sólo dos horas que han dicho en la radio que acababan de encontrar, tirado en una cuneta, el cadáver de un hombre al que le habían dado un tiro en la nuca. Así que consuélese, hombre, que podía haber sido mucho peor.
            Un sudor frío me recorrió la médula espinal cuando realicé la pregunta que no quería hacer.
            --¿Han identificado el cadáver?
            --Me parece que no han dicho ningún nombre o, en caso de decirlo, no lo recuerdo. En el fondo todos son iguales, una vez muertos se les entierra y aquí paz y después gloria, no vamos a amargarnos la vida por un asesinato de más o de menos. Lo que sí han comentado es que se trataba de un hombre de complexión fuerte, tirando a obeso. Para mí que ha sido la ETA o el GAL o algo así, porque unos navajeros no pegan tiros en la nuca, bueno, eso pienso yo, no es que conozca personalmente a ningún navajero, ¿usted que cree?
            --Sí, seguramente tiene usted razón --contesté, aunque presentía que la mano asesina no pertenecía ni a ETA ni al GAL. Porque si el muerto era Juanito el Gordo, como yo sospechaba, el asesino tenía que ser el señor Álvarez o alguno de sus acólitos. Pero, ¿quién cojones era el señor Álvarez? Y, sobre todo, ¿por qué había llegado al extremo de asesinar a Juanito? Bueno, esto último estaba claro, a nadie le gusta que le chantajeen y por poco listo que fuera el tal Álvarez seguramente sabía sumar dos y dos.
            Por razones obvias no me apetecía volver a contactar con González, aunque él sí intentó hacerlo conmigo por razones igualmente obvias aunque sin conseguirlo, ya que no contesté ni a sus llamadas ni a las de Eneko ni, por supuesto, a las de ningún número telefónico que no tuviese previamente controlado. Sabía que me iba a ganar una bronca monumental por parte de mis excompañeros, pero el asunto continuaba siendo un asunto personal, cada vez más personal, así que opté por seguir jugando al llanero solitario. Aunque mi posición era muy endeble, de hecho sólo me quedaba una pista para intentar avanzar en el caso, pero por endeble que pareciera decidí aferrarme a ella con uñas y dientes. Cuando Juanito el Gordo marcó el número telefónico para que yo pudiera hablar con el señor Álvarez intentó ocultar a mis ojos dicho número, pero tuve la oportunidad de ver las tres primeras cifras. Correspondían a la demarcación de Mungia. Contaba con eso y con el acento extranjero de mi interlocutor. Eso no significaba nada. El hombre con el que hablé seguramente era extranjero, pero su jefe podía ser de Zumárraga o Don Benito. De todos modos la alternativa consistía en no hacer nada así que decidí instalarme en Mungia y seguir mis instintos.
            Una vez allí realicé, lo más discretamente posible, cuantas indagaciones consideré convenientes en los lugares de rigor, pero tanto en los bares como en los comercios, agencias inmobiliarias, parroquias o ayuntamientos la respuesta fue la misma. No sabían nada de nada. No obtuve ningún dato o indicio que pudiera haberme sido útil. Llegué a pensar que me encontraba en un callejón sin salida y que lo mejor sería reintegrarme a las actividades rutinarias propias de mi trabajo habitual, aguantar las broncas de Eneko y González y pasar página, pero muchas veces las mejores intenciones son desbaratadas por el destino. Por eso, como si de una nueva ley de Murphy se tratara, cuando ya había renunciado a conseguir algo positivo de mis investigaciones los acontecimientos volvieron a desatarse.
            Si dijera que la culpa la tuvo un niño, un tierno infante hijo de su madre, posiblemente sería injusto, pero lo que es indudable es que el miserable mocoso actuó como señuelo. No me acuerdo mucho de él, aunque supongo que sería como todos los criajos de ocho años cuando consiguen zafarse de la vigilancia materna: despeinado, sucio y con los mocos colgando de la nariz. Al parecer se le había perdido el balón con el que estaba jugando detrás de una tapia y me pidió, por favor, que fuera a recogérselo, ya que él no se atrevía a saltar la valla. Por supuesto, había dado con el hombre adecuado. ¿Qué era un pequeño cercado para el gran Mikel Goikoetxea, oficial de la Ertzaintza en excedencia y habilidoso detective? La respuesta es sencilla: un nuevo golpe en la cabeza. A este ritmo acabaría acostumbrándome.
            Cuando desperté asumí dos hechos. El primero, que afortunadamente continuaba vivo. Algún ángel protector consideraba, sorprendentemente, que a mi humilde persona aún no le había llegado el momento de abandonar este triste mundo. El segundo, que quizás eso no fuera una noticia tan buena como supuse en un primer momento. Me encontraba encadenado en lo que parecía ser un sótano húmedo y lóbrego, como en los peores delirios de Edgard Allan Poe, pero yo no estaba delirando; si no hubiese sido por el dolor de cabeza que sentía y la situación de prisión en que me hallaba habría podido decir que me encontraba muy bien, pero desgraciadamente esos dos pequeños detalles desnivelaban la balanza hacia el lado del pesimismo. No recuerdo cuánto tiempo llevaba despierto cuando se abrió una trampilla situada en el techo y por unos peldaños bastante desgastados bajaron dos hombres. Cuando se situaron frente a mí comprendí la sabiduría de ese viejo refrán que dice que es mejor estar solo que mal acompañado.
            La compañía consistía en dos tipos anchos como armarios, que sumarían entre ambos sus buenos doscientos cincuenta kilogramos en canal e iban bien pertrechados de diversos instrumentos de tortura que no llevaban precisamente para impresionar.
            El interrogatorio fue breve pero intenso. Mis compañeros de sótano me preguntaban qué era lo que sabía acerca del señor Álvarez y yo les contestaba que nada. No por hacerme el valiente, sino porque en realidad no sabía nada. Ojalá hubiera sabido algo, pensaba en ese momento, para acabar cuanto antes. Pues ésa era la alternativa que me ofrecían. Si hablaba me matarían rápidamente y sin dolor. Si callaba, moriría igualmente pero sin prisas. “Podemos hacer que dure mucho, pero que mucho tiempo”, dijo el que parecía más amable de los dos gorilas con una lastimera sonrisa en la boca. Seguramente el muy hijo de puta sufría viéndome agonizar.
            Por suerte, aunque me pareció una eternidad, la sesión no duró mucho tiempo. Como en esas películas en las que siempre ganan los buenos, pese a que yo nunca he estado convencido del todo de ser el bueno de la película, volvió a abrirse la trampilla y la muchacha de los ojos tristes se integró en nuestro delicioso party. Fue como una aparición, con sus ojos inmensamente melancólicos, su lánguida cabellera rubia flotando sobre sus ojos y su vestido blanco que le proporcionaba, bajo la escasa iluminación del sótano, una apariencia fantasmagórica. Sólo un detalle desentonaba para otorgarle la consideración de espectro. Sus pies no arrastraban unas cadenas necesitadas de un urgente engrase sino que lo verdaderamente prosaico --e inquietante-- que se percibía a primera vista era la ametralladora que sujetaba displicentemente en su mano derecha, con una soltura que pocas veces he visto en profesionales experimentados.
            --Señorita, ¿qué está haciendo aquí? Debería estar usted con su padre --dijo respetuosamente uno de los dos australopithecus erectus. Al parecer la chica tenía cierta autoridad sobre ellos.
            --Mi padre no está, así que tomaré yo el mando --replicó con un suave acento que delataba sus orígenes eslavos, aunque su última palabra la pronunció con un tono brusco y cortante, pese a que a mí me resultara esperanzadora--: ¡Soltadle!
            --Lo sentimos mucho, señorita, pero es imposible. Tenemos órdenes estrictas de su padre. Es mejor que se vaya, lo que va a ocurrir no va a ser nada agradable para una joven como usted --replicó el segundo gorila que, sorprendentemente, poseía el don de la palabra y una delicadeza inusitada, por lo menos ante las damas. Al parecer no deseaba que el impoluto vestido de la hija de su patrón se mancillara con la sangre de un plebeyo como yo.
            --Soltadle, os he dicho, si no queréis sufrir las consecuencias --volvió a decir enarbolando ostensiblemente la metralleta, mientras yo intentaba enviar toda mi energía mental hacia su persona, en un desesperado deseo de que fuera capaz de imponer su voluntad. No las tenía todas conmigo, esa frase de "si no queréis sufrir las consecuencias" sonaba tanto a película barata de serie B que no pensaba que pudiera surtir efecto la amenaza, pero según fueron transcurriendo los segundos empecé a vislumbrar un rayo de esperanza. Aunque yo anhelaba que se impusiera la voluntad de la joven sobre la de mis guardianes, si lo miro imparcialmente, lo cual en mi situación no dejaba de ser una tontería, sorprendía y espeluznaba, a partes iguales, observar la escena. Parecía imposible que con una voz tan dulce se pudiera dar una orden tan firme, pero los dos sicarios obedecieron. Debían saber que iba en serio y era capaz de cumplir con su amenaza, así que me soltaron.
            Cuando me liberaron la muchacha demostró que, por desgracia para mis dos carceleros, no era de fiar. Mientras gritaba alocadamente no aguanto más, todo esto tiene que acabar, agotó los proyectiles de la ametralladora y con muy buena puntería además, tengo que reconocerlo, ya que prácticamente todos se incrustaron en los cuerpos de los infelices matones, que quedaron tendidos en el suelo, casi irreconocibles por la sangre que les cubría. No creo que fuera ése el motivo, ya que no soy precisamente una damisela que se marea delante de la sangre, pero aproveché ese preciso momento para desvanecerme. Supongo que el trato cariñoso que acaba de recibir por parte de quienes ya eran cadáveres me había debilitado más de lo que pensaba. El caso es que perdí el conocimiento y ése es mi último recuerdo.
            Unos días después, hablando con Eneko Goirizelaia, me enteré del resto de la historia. La muchacha de los ojos tristes --parece mentira, pero sigo sin ser capaz de pronunciar su auténtico nombre-- era hija de un militar chechenio que en la guerra había cambiado varias veces de bando, lo que le vino muy bien para enriquecerse aunque a cambio de ser condenado a muerte no sólo por los rusos y chechenios, sino también por los georgianos, los uzbecos, los kazacos y no sé cuántos pueblos más de esos que antaño vivieron en aparente armonía bajo la férrea mano del régimen comunista y que en cuanto pudieron solicitaron la baja de esa fraternal unión. El militar chechenio además de hacer la guerra también sabía hacer el amor y como justo castigo a su sexualidad desatada se encontró con una hija a su cargo, una hija con la que no sabía qué hacer, sobre todo porque la madre había fallecido en un atentado dirigido a él, así que fue criada por institutrices que, habitualmente, no aguantaban más de tres meses al lado del ex militar soviético.
            Quizás, con otra persona, eso no hubiera pasado de ser un acontecimiento triste, capaz de marcar, sin duda, el futuro pero superable de algún modo, sin embargo en el caso de la muchacha de los ojos tristes llovía sobre mojado, porque ya desde muy niña había mostrado síntomas de inestabilidad psíquica. Sus continuas huidas, siguiendo a su padre, y el saber que éste estaba acusado por varios estados de terrorista y criminal de guerra, acabó por derrumbarla originando, como una consecuencia más, la cleptomanía que padecía en los últimos tiempos. Su padre, el general Ruslan Vorosilov, que jamás se arrepintió de sus hazañas y tropelías durante la guerra ruso-chechenia, empezó a sentirse culpable de los problemas de su hija, y decidió refugiarse en España, en una zona poco frecuentada por sus compatriotas para evitar encuentros inconvenientes, y una vez asentado en el País Vasco contrató, para que la vigilara, a Juanito el Gordo. El resto es conocido, salvo el final de la historia. Los dos matones fueron enterrados a costa de los presupuestos públicos y la muchacha fue recluida en un sanatorio psiquiátrico de donde escapó a los pocos meses, presumiblemente para reunirse con su adorado padre, al que nunca se pudo localizar.
            Eso es lo que me contó Eneko Goirizelaia, deducido de los interrogatorios que se le practicaron a la joven y de la escasa documentación encontrada, pero aún hay algo más. Según supe gracias a unos contactos del Cuerpo Nacional de Policía que trabajan en el Grupo de Extranjería, nunca ha estado refugiado en España ningún general de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas apellidado Vorosilov.